¿Para qué leer? La lectura puede tener muchas utilidades. Puede servir para adquirir conocimientos, para acceder a los datos básicos del mundo compartido por una comunidad de hablantes, traductores y viajeros. La lectura puede servir también como ejercicio de habilidad intelectual, reto a una inteligencia que se agudiza en el trasiego de estructuras textuales y significados que se engarzan de capítulo a capítulo, o volumen a volumen.
Pero, ¿sabéis?, la utilidad más importante de la lectura es que no necesita tener utilidad. Es que basta leer para que el acto lector tenga su propia justificación. Porque la lectura, ante todo, es pretexto para entregarse a un tiempo que nos arranca de la frágil perentoriedad del “aquí” y el “ahora”. La lectura nos permite elevar el vuelo mucho más allá del lastre de las rutinas con sus pequeñas mezquindades y, a veces, sus inevitables sufrimientos. La lectura nos hace libres porque, por unos instantes, por unas horas, por tardes enteras, nos permite entrar en muchos mundos distintos y, ¿quién sabe?, tal vez paralelos a éste que algún otro ser, alguien a quien quizás nunca conozcamos, esté ahora leyendo a la luz de una lámpara en un universo alternativo aún no inventado.
¿Para qué leer? Quizás para saber que una realidad distinta es posible. Que una realidad distinta pudo suceder. Pero aún más. Para saber que a través del espacio intangible de la palabra escrita (que es mucho más que el mero papel) pueden coincidir las voces de quienes vivieron con las voces de los vivos instaurando un tiempo de descuento que, de manera prodigiosa, nos redime de la muerte. Scripta manent. Lo escrito permanece.
Entonces, ¿para qué leer? Para experimentar, sencillamente, la certeza de que el ser humano, por la palabra y en la palabra, pudo ser Dios por un breve tiempo. El tiempo que recuperamos, milagrosamente, en cada lectura.
JMCC, Abril 2010
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