viernes, 2 de julio de 2010

Capítulo 11: EL HORROR CÓSMICO

Magnífica edición de los relatos de Lovecraft.

¿Qué se puede hacer cuando a los lectores tradicionales de novelas de terror han dejado de darles miedo los vampiros, los hombres lobo, las momias y los fantasmas que arrastran cadenas? Esta misma pregunta se hizo sin la menor duda el autor de Providence H. P. Lovecraft cuando, muy a principios del siglo XX, se planteó la necesidad de dar rienda suelta a sus inquietudes en pro de una renovación del género que tan bien había abordado su admirado Edgar Poe. Su medio sería casi siempre la publicación de relatos en revistas especializadas como Astounding Stories, lugar de aparición, por ejemplo, de En las montañas de la locura.

Howard Phillips Lovecraft

Desde luego, el camino no era el de continuar en la línea del terror gótico británico, con castillos oscuros y damiselas gritando con jorobados tras los talones. Poe fue capaz de introducir el terror en la literatura como elemento casi folclórico, entremezclando los viejos relatos de aparecidos con la recién implantada cultura norteamericana. En las mismas regiones inhóspitas y pantanosas donde antaño pululasen los indios y los temerosos colonos puritanos, ahora había familias de rancio abolengo europeo que se construían mansiones decadentes en las que encerrarse, apretarse sus corsés y recelar de todo a su alrededor, creando de paso atmósferas opresivas en las que las maldiciones familiares afloraban a las primeras de cambio. Tampoco se libraban otros ambientes más cosmopolitas, sobre todo teniendo en cuenta el oscurantista ambiente universitario que describe Lovecraft en la ficticia ciudad de Arkham y su universidad de Miskatonic.

Según reza el pie de foto de esta imagen que he encontrado en Internet,
no se deben leer en voz alta los libros de la universidad miskatónica.

La Nueva Inglaterra de Lovecraft no era sino una imagen relativamente modernizada de la América de Poe, en la que, a los viejos atavismos puritanos, se unían ahora el peso de una modernidad que llegaba a pequeñas dosis, como de muy lejos, y vista seguramente más como una amenaza a los valores tradicionales que como una forma de progreso. Aquí debió encenderse la bombillita de Lovecraft, que supo encauzar el revolucionario y vertiginoso pensamiento científico de su época (pensemos, por ejemplo, en la brutal revolución que supusieron la Teoría de la Relatividad General de Einstein, o la cada vez más aceptada teoría evolucionista de Darwin) en pos de su causa literaria, enfocándolo mucho más como una causa de temor que de esperanza en bonitos futuros utópicos. No en vano, muchos de los personajes de los relatos de Lovecraft parecen resistirse a abandonar las tradiciones de los viejos pueblos de la América profunda, donde pueblerinos supersticiosos veneran a deidades malignas y practican la consanguineidad hasta el hastío. Véase El horror de Dunwich.

Portada de una edición ilustrada de El horror de Dunwich.

El universo, que a principios del siglo XX se entendía ya como el vasto abismo que todos sabemos que es, fue en los escritos de Lovecraft el origen absoluto del mal, de la incertidumbre ante los seres que pueden poblarlo, o ante los que en algún momento del pasado remoto pudieron llegar a nuestro mundo -eones antes que nosotros- y añadirlo a sus imperios de caos y destrucción. Lovecraft imaginó una prehistoria en la que distintas razas extraterrestres se enfrentaban por la posesión de la Tierra, todas ellas con un poder tan terrible que para nosotros habrían sido poco menos que semidioses. Pero el autor no se limita a hablarnos de ese pasado mítico como quien reescribe una era geológica desconocida, sino que plantea la posibilidad de que algunas de aquellas entidades sigan vivas, o en estado latente, en la actualidad, esperando el momento de volver a caminar entre nosotros, que a su lado -tanto en lo que a tamaño físico y poder se refiere- pareceríamos menos que microbios.

Pensemos en la criatura central de la mitología lovecraftiana: Cthulhu, una criatura de nombre impronunciable (el autor insiste en que los nombres de sus bestias queden un poco en suspenso) cuya sola visión puede hacer enloquecer completamente a un ser humano, de tamaño colosal, de aspecto humanoide aunque con cabeza de cefalópodo. Según los mitos que llevan su nombre, Cthulhu, ni muerto ni vivo, reposa en las ruinas de la desaparecida ciudad de R'lyeh, sumergida desde hace millones de años en algún lugar del Atlántico. Los sueños del monstruo, que nunca han dejado de fluir en alguna clase de dimensión paralela, van reclutando lentamente una legión de seguidores entre distintos cultos esotéricos humanos, a la espera de su apocalíptico regreso triunfal. Léase La llamada de Cthulhu para saber más.

Cthulhu en una escena de La llamada de Cthulhu.

¿Cómo no íbamos a tener miedo al pensar que un renacimiento de aquellas fuerzas cósmicas desatadas podría terminar con nosotros aplastados y pegados a la suela de un titán surgido del abismo? He aquí el poder del horror cósmico, sabiamente perpetrado por Lovecraft y su círculo (August Derleth, Robert E. Howard y Clark Ashton Smith, entre muchos otros), basado mucho más en las incertidumbres que abría la ciencia que en aquellos pobres monstruos deformes del parnaso decimonónico. Recomiendo la lectura de El morador de las tinieblas, un relato de la época de decadencia de los mitos en el que, sin embargo, se utiliza inteligentemente el peligro de la bomba nuclear como nuevo ingrediente del universo de monstruos lovecraftianos. Quien no conozca el horror cósmico y sea aficionado al género de terror está perdiendo el tiempo.

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