jueves, 17 de noviembre de 2011

LA PEÑA L'AGUILICA: EL TIEMPO PETRIFICADO (dedicado a mis amigos de Águilas)


Al sureste del Mediterráneo, durante el Neolítico, un joven íbero llamado Vofu abandonaba la ciudad de Urci para sentarse junto al acantilado. Le gustaba subir la colina hacia los riscos, y acomodarse en su choza secreta de pieles secas, contemplando el mar revuelto bramar abajo, y el renuente estrellar de las olas. Allí se estaba calentito y a salvo, y Vofu se reía del agua que no podía tocarlo. Por encima, entre los altos picos de piedra, estaba el Sol, que le seguía a todas partes. Y cuando por fin se iba, Vofu se tumbaba allí a mirar las estrellas. Y venía la luna blanca, y Vofu se sentía cerca del Valle de los Espíritus, la tierra a la que decían se había ido su abuelo, gran cazador de la tribu.

A veces encendía un gran fuego contra los muros de piedra, dejándolos negros, y días más tarde los espíritus, enfadados, hacían lluvia para limpiar todo. Él sabía que la tribu lo buscaba para cazar o sembrar, pero Vofu prefería comer algo para él, y sentarse en el suelo caliente que hay junto al mar, y comer los peces distraídos.


Quizá fue por eso que los espíritus se enfadaron. Vofu no iba a escuchar al anciano Tobar las historias de Urci. Vofu no fabricaba anzuelos para los demás. Vofu no prestaba su hacha de sílex ni se había molestado nunca en aprender cómo se hacían las estatuas de terracota.

Y una noche, hubo rayos sin lluvia, y el mar llegó arriba, y tiró la choza de Vofu, y la tierra tembló, y el agua dio un bocado a la piedra, y muchas rocas se resquebrajaron y Vofu pasó mucho miedo y bajó corriendo a pedir perdón a Tobar por no ser un urciniano obediente.


Al día siguiente, los íberos subieron a ver cómo habían quedado las montañas, y vieron que los espíritus habían tallado un gran águila en la peña de piedra. Un tótem que les daba la espalda, igual que Vofu se la había dado a sus obligaciones. Tobar lo interpretó como un mal augurio, y resolvió que Vofu debía de permanecer 40 días rezando en una tienda de sudación, para que la tierra no volviera a temblar nunca.

El águila de piedra observó cómo Vofu murió y fue enterrado allí arriba, en el lugar que acostumbraba. Observó cómo el pueblo se hizo más grande y luengas sus generaciones. La longevidad trajo hombres nuevos, conquistadores, y el águila durmió mucho tiempo.


Despertó para ver cómo los romanos comerciaban a sus pies con garum y salazones. Una legión comandada por César Octavio Augusto, descansaba en la playa. El César, sumido en hondos pensamientos, ascendió la calzada que llevaba al acantilado. Contempló pensativo la bahía, y decidió que aquel lugar había de ser propiedad del Imperio. La zona, aún sin nombre, era conocida como las minas, la cordelería, las termas, la posada, el asentamiento… Y Octavio quiso bautizar al lugar con nombre de provincia, y resolvió llamarla Tridente, por la forma de su tres golfos consecutivos. Mas luego quiso Júpiter iluminarle, y adivinar la enseña de la bandera romana tallada en la roca por Vulcano, pues claramente delante suya, flanqueada por grandes albatros, estaba esculpida en la peña el águila imperial. Y bajó resuelto a dictar un edicto por el que de aquí en adelante, la ciudad fuese conocida por ÁGUILAS o AQUILONIA, lo que el vulgo prefiriera.
Siglos más tarde, Tarik Ibn Yassin leía a su hijo Las Mil y Una Noches. Dos libros tenía en su casa en el poblado de Aquila: las Rubáiyáts de Omar Khayyam, para las que había dispuesto en el tabique un pequeño hueco, enrejado y bajo llave, porque su familia no leyera el contenido herético de algunas cuartetas; y el otro libro eran los cuentos de Sherezade, que sí les eran permitidos a su hijo y esposa. El pequeño Dinar Ibn Tarik estaba fascinado con uno de los viajes de Simbad en el que el protagonista cabalgaba a lomos del Pájaro Roc. De súbito, Tarik tuvo una ocurrencia:

  • Dinar, acuéstate temprano –espetó- porque mañana te llevaré a conocer al Pájaro Roc.

El hijo obedeció excitado, y al día siguiente, sin apenas haber podido conciliar el sueño, siguió a su padre en la excursión hasta el acantilado. Allí, Tarik le adivinó el águila en la roca, y el niño se maravilló, y fue un día feliz para ambos.

Mucho más tarde, con la conquista pactada de Lorca por el infante Alfonso X el Sabio, el fondeadero de Águilas quedó inactivo, su puerto vedado y su torre arruinada. Pero el águila de piedra aún custodiaba a sus pies unas enormes cestas de proyectiles metálicos redondos. Raúl, un joven soldado español, era el artillero del risco, esperando ver las fogatas de advertencia para disparar. Su único compañero era el pájaro en la roca, como si allí hubiera anidado y dado a luz muchos huevos, que lanzados desde un cañón sobre el risco eclosionaban en las naves musulmanas, hundiéndolas, dejando en el mar tesoros sumergidos, cuya localización sólo el ave pétrea conoce. Más batallas se ganaron al disparar desde allí que desde los antiguos castillos árabes de Tébar y Chueca, habilitados ahora para la vigilancia.

Una noche, en la que Raúl se quedó dormido. Le despertó un cañonazo terrible, y pudo ver cómo los depredadores moriscos habían atravesado la línea de defensa entre los faros. Multitud de barcas iluminadas con teas ya se prestaban a desembarcar, y Raúl no se perdonaba su desidia.

Días más tarde, Raúl fue hecho prisionero, como las torres de Cope y las gemelas de Águilas y Terreros. Y el águila observó cómo volvía a tener unos vecinos desconocidos.



Dos décadas tuvieron que transcurrir para que llegara el decreto de Carlos III sobre la fundación de la nueva población de las Águilas. Nombrado Capitán General de Castilla la Nueva el Conde de Aranda. Éste quiso repoblar una zona de costa abandonada, comprendida entre Cartagena y Gibraltar. Y eso renovó el nido del Mediterráneo.

Un día, Carlos III y el conde de Floridablanca, sustituto de Aranda tras su caída, visitaban la región, orgullosos de haberla rescatado de la escasez. Tras un paseo por el puerto, en el que se mercadeaba con grano, barrilla, sosa y esparto, subieron al Castillo de San Juan de las Águilas para disfrutar de su fascinante vista panorámica. Desde allí contemplaban sus barcos fondear en el puerto, los tres faros vigilantes, uno en cada golfo, la albufera tomada por las gaviotas, el antifaz de mar entre los promontorios. De pronto, Floridablanca dijo:
>Majestad, disponga de mi catalejo, y podrá descubrir justo junto al lugar en el que apunto, un águila que la Naturaleza, mucho más talentosa que el hombre, ha esculpido en aquel risco.
>Carlos III obedeció. Tardó un rato en recuperar el enfoque, pero tras cinco minutos de oscilar el periscopio, levantó la mirada y matizó:
">Señor Conde, es sin duda majestuosa, pero no se trata de un águila, sino de un halcón. Un halcón cazador. Las águilas, son notables y grandes, y un halcón es más pequeño.
">¿Seguro? Quizá es un azor -se defendía el conde-
>Aún a riesgo de parecer pedante, reafirmo mi hipótesis. Quizá deberíamos desplazarnos allá para, sobre el terreno, determinar de qué ave se trata.

Majestad, no pretendo cansarle a usted por una cabezonería mía. Usted es el ornitólogo, y a diferencia de un servidor, ha usado halcones en las cacerías, así que convendremos que es halcón.
">No quiero que me den la razón porque sí, sin más ni más. Vayamos al lugar y dirimamos la cuestión.
>Si es su gusto, contemplemos a ese halcón de cerca.
">Una hora después, Carlos III y el Conde, por no perder más tiempo en rebatirse, resolvieron que el ave de piedra era una aguilica, una cría de águila. Y como aguilucho les sonaba un sufijo despectivo, bautizaron al lugar como Peña del Aguilica.

Mucho más tarde, el tataranieto de Raúl, se guarecía en el Castillo de Águilas, escogido entre los quintos para defender al poblado de los franceses, que ya habían tomado Lorca. El castillo quedaba sin artillería, y recordó el secreto familiar de los proyectiles enterrados en la Peña de La Aguilica. Tomó un caballo y galopó hasta allí. Cavó hondo y encontró el arsenal. Cargó las bolas en las alforjas del corcel, que doblado por el peso, apenas podía trotar. A su regreso al castillo ya ondeaba la bandera francesa en las almenas españolas. Arrojó su carga en la arena de la playa, cosa que el caballo agradeció, y quiso huir a la desesperada. Encontró ante él diez bayonetas apuntándole. Como su tatarabuelo, perdió la batalla y fue hecho prisionero, sin posibilidad de defender a los aguileños.

La semana pasada, África fue expulsada del Instituto de Enseñanza Secundaria Alfonso Escámez por gritar ¡Viva la Pepa! en clase de Historia. La lección del día trataba de la proclamación de la constitución del 19 de marzo de 1812, y de cómo la Junta de Cádiz pidió que Águilas fuese declarado ayuntamiento constitucional independiente del municipio de Lorca. África estuvo haciendo gracias un rato, luego se dedicó a decorar su agenda y acabó por desesperar al profesor. Era una de esas alumnas que había obtenido el graduado muy por los pelos, y que había decidido probar un año de bachillerato para no separarse de sus amigas. La verdad es que a ella le preocupaba poco ir a la Universidad de Murcia. Y además, cómo estudiar en el Escámez, con esas vistas, divisando un mar azul tentador desde la ventana de la clase. Su parte de expulsión indicaba que molestaba a los compañeros y que se mostraba insolente. Ella lo firmó con desgana, cogiendo el bolígrafo como si fuese una herramienta inútil y oxidada. Cerró la puerta tras de sí, y se llenó del silencio del pasillo. El resto de la lección sonaba ya opaco tras la puerta, a oportunidad perdida. Conocía bien el camino hacia jefatura. Tocó a la puerta, y nadie contestaba. Abrió sin más y encontró los ordenadores apagados y sin profesores. Cerró y pensó qué demonios. Y se fue del instituto.

Hacer pellas es más divertido si alguien te acompaña. Preocupada por si algún vecino la veía a esas horas saltándose la clase en el paseo marítimo, retrocedió sobre sus pasos y subió al Mirador de la Aguilica. Sus padres iban a acabar enterándose. Qué mal. Y ahora qué. Ese tío es tonto, no tiene sentido del humor. Pero ninguno.
Ya se había fumado la clase otras veces, con sus amigas. A los mayores de dieciocho se les permite entrar y salir del centro, y es tentador no volver. Iban a fumar al fondo del mirador, sentadas en el muro, frente al mar, y criticaban a tal y a cuál, se cubrían de humedad, y les despeinaba el vientecillo de la libertad. Se sentó sola, bajo el águila de piedra. Encendió un cigarrillo, y dio una calada honda mirando al pájaro, en el mismo sitio en el que el íbero Vofu se escondía de sus mayores. En el idéntico emplazamiento en el que César Octavio Augusto se detuvo a sonreír. En el exacto lugar en el que Tarik Ibn Yassin llevó a su hijo de excursión para demostrarle que Simbad existió. En el justo enclave en el que el vigía Raúl se durmió irresponsable, dejando un flanco abierto a los piratas. Lejanos y obsoletos estaban los fantasmas de Floridablanca y Carlos III, expoliado el escondite de la artillería, cubierto el mirador de pintadas de alumnos aburridos, vejado el acantilado con vidrios y restos del botellón.
Era una mañana soleada, un ala delta a motor se posaba grácil sobre la arena de la playa. El águila de piedra reparó en ella con envidia. Había visto aviones desplazarse entre las nubes, y ella, que había sido esculpida para la conquista, seguía allí, clavada en la roca. Soñaba con alzar por fin sus alas, y desplegadas y abiertas, asesinar la gravedad, y al volar arrancar miles de piedrecitas de su plumaje, y rascarse con el pico, y lanzarse hasta el puerto, a ras de la estatua de Ícaro. Y planeando, recorrer la ciudad, vigilante, hecho aquel cielo para ser conquistado, y aunque piedra inerte, cómo no soñar, estando aquel firmamento tan azul. Y África pensaba algo parecido, soñando, sintiéndose presa, como aquellas piedras.



Siglos más tarde, la Peña de la Aguilica se desmoronará. Al principio parecerá que no, que iba a levantar el vuelo, y durante un instante se diría que no iba sino a tomar carrerilla para ascender, pero caerá al agua, y el paisaje será bruscamente modificado por la erosión de los años. Quedarán fotos de lo caprichoso y azaroso de su formar, y los aguileños levantarán allí una estatua en mármol de Macael, grande como un hipogrifo, majestuosa como el ave roc que soñara el pequeño Dinar Ibn Tarik. Pero ahora, la silueta de la peña es la mosca de una televisión local, y los pin de las asociaciones juveniles, y también es ya una esfera de cristal de las tiendas de regalos, con una reproducción del aguilica dentro. Y con un giro de muñeca, se puede hacer nevar purpurina dorada o corcho en su interior. Y arrebatado el territorio a los animales polares, el águila de piedra ha puesto huevos y engendrado polluelos junto a un éter aristotélico. Y los aguileños miran dentro de ellas y les recuerda al original tan mirado, como un genio a su lámpara, como el Principito a su asteroide, como Dios al planeta, como la eternidad al Sol, como el infinito a la galaxia, esperando nosotros reunir los méritos para un día, ser también de piedra y que nos miren reverentes. Y el águila sabe, que los secretos mueren si no se susurran, como hace ella con las olas y el viento; y ese adusto contemplar no puede ser subastado a cualquier licitador, sino al turista que sabe subir hasta allí y filosofar de verdad. Y meditar sobre el único misterio que nos llevaremos, a nuestra propia tumba de piedra. ¿Qué es la memorabilidad? ¿Qué hace allí un águila esculpida por la providencia? Dice el águila: Que resuelvan el acertijo. ¿Qué ojo divino pudo concebir esa graciosa casualidad? Dice el águila: Que descifren el mapa. Que interroguen a los labios sellados, y así crecerán las leyendas.

Y el águila, inmortal, aún sigue, sigue posada, vigilante, sus ojos escudriñan el embarcadero de los ingleses, recordando a larga distancia, a diferencia del estudiante. Las reminiscencias olvidadas, son el deja vu que hace a su fantasía notar los hilos del marionetista.
Y sueña con lo que ha visto: Tantos rostros, no quiere olvidar. Y sabe que recordar es contradecir algo, que la prisión de su pedestal de piedra le roba, pero el tiempo hace al recuerdo poroso, y el olvido viene, y emborrona, como la erosión a la roca.

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